la verba salvaje

de Otto Wald

son otros los locos

El camino es recto

No sabe qué hora es. No sabe por qué está ahí. Aunque si sabe dónde está y recuerda, vagamente, los hechos que lo llevaron a ese lugar.

Es de noche, está solo frente al mar que no es más que una sombra ruidoza. Apenas una brisa corre por la playa. La siente como una caricia. Una caricia real como las que hace tiempo no siente.

Hace más de 25 años que no pisaba a Villa Gessell. Desde sus veranenos entre la niñez y la adolescencia. Había sido muy feliz en esta ciudad, en estas playas. Pero lo había olvidado.

Venía con su familia a pasar toda la temporada, de fines de diciembre a principios de marzo. Siempre alquilaban una casa distinta en zona norte, la parte boscosa y agreste de un balneario que no paraba de crecer. Todos los años se encontraban con los mismos amigos, o amigos parecidos. Amigos de verano. Siempre se armaba una linda banda.

Cuando la brisa se hizo viento recordó una tradición familiar. Cada año, en algún momento de la temporada, elegían un día para levantarse de madrugada y ver el amanecer. Iban a la playa antes de las seis de la mañana. Se sentaban en la arena y veían el sol nacer. Una vez que el espectáculo terminaba emprendían una caminata por la playa hasta Cariló, el primer pueblo hacia el norte de Gessell. Un poco antes de Pinamar.

Eran unos 20 kilómetros de playa desierta entre ida y vuelta.

Llegando a Cariló, había un balneario con una confitería que los llenaba de felicidad con un café con leche con media lunas. Pequeños placeres de la burguesía. Qué boludez pensaba ahora, vacío y solo frente al mar.

A los amigos de Gessell los había ido perdiendo cuando sus padres y él empezaron a veranear en otros lados.

Con su viejo se había peleado porque si. Con su heremana se había peleado por la herencia cuando murió su padre. Con su mamá también se había peleado cuando por su culpa le remataron la casa por una hipoteca que no pudo levantar. Se había enojado porque su mamá no entendía que era lo mejor. Meses mas tarde le devolvió la guita y mas, pero no se hablaban hace años.

Amigos no le quedaban, solo socios a los que cagar y conocidos ocasionales de los que tarde o temprano se aburría.

Se odiaba con sus dos ex esposas, no veía a sus hijos (uno con la primera y otro con la segunda). Pero se lavaba la conciencia cada mes a fuerza de billetera. “No les falta nada”, se tranquilizaba.

Tenía un par de novias para maltratar, las cuales rotaban regularmente. El se sentía satisfecho. Era exitoso. La hizo. Que se vayan todos a la mierda, le dijo al mar negro.

La noche había sido algo agitada. Había vuelto a Gessell para cerrar un negocio inmobiliario y la celebración se había descontrolado un poco.

Una línea (¿o dos?) le habían matado la borrachera. Recordaba algo de sexo también. Pero se le borraba un poco el momento en que había terminado todo y cómo había llegado al balneario Neptuno, al final de Gessell hacia el norte. Casi saliendo para Cariló.

El sol empezó a dar pistas de amanacer. Decidió esperarlo.

Se acomodó en la arena fría. Mientras iban asomando los rayitos empezó a sentir el gusto de las medialunas. Luego del espectáculo de la bola roja y ya con el día formalmente iniciado decidió hacer la tradicional caminata. “¿Por qué no?”, se rio con una mueca deforme.

Feliz, entusiasmado, vital, empieza a andar.

El cuerpo lleno de la belleza del amanecer y motivado por el olor imaginario de las medialunas de Cariló. El paso es enérgico, alegre. La mente en blanco empieza a llenarse con la belleza de la playa desierta y la espuma de las olas al ir y venir. Se saca los zapatos para vibrar aún más con las sensaciones que va recibiendo. Se siente genial.

Saca su teléfono para mirar la hora pero está apagado. “Se habrá quedado sin batería”, piensa. Calcula, mirando la posición del sol, que habrá caminado una hora. Sonrie, parece un payaso triste, y avanza. A lo lejos ve un puntito que va creciendo poco a poco. El punto toma forma humana. La forma humana es un niño de unos once años. Castaño, morrudo, carga una mochila pequeña. Está en malla, sin remera. Ojos negros achinados. Labios grandes. El pibito le resulta familiar, pero no termina de ubicar de dónde. Le recuerda a un actor de “Pelito”.

Cuando se cruzan, se miran, se miden, y siguen de largo. Pasados unos metros el chico dice: “vas por el camino equivocado”.

Se da vuelta pero ya está lejos. “Pendejo de mierda”, piensa. El nivel de alegría baja unos escalones.

Camina, camina y camina. El sol marca el mediodía. Pero ya hace rato que marca el mediodía. Parece haberse clavado en el medio del cielo.

El cree que ya lleva muchas horas caminando. Está cansado, muerto de sed, insolado. Tuvo la genial idea de sacarse la camisa y tiene los hombros ardidos. Maldice su genial idea, maldice al sol, a la playa, a Gessell, a Carlió, a las medialunas y a todo aquello que pase por su mente.

“Vas por el camino equivocado”.

Se da vuelta y no ve nada. Mira al frente nuevamente, tampoco. Mira hacia los médanos y hay un niño sentado a unos 15 metros de la orilla. Se parece al anterior, pero aparenta unos años mas, 13 o 14. “¿Cómo alguien puede pederse en un camino tan fácil?”, le pregunta.

Él lo mira con odio, pendejo atrevido piensa. “¿Por dónde es el camino, genio?”, le pregunta desafiante. “Por ahí no”, contesta el chico, se levanta y camina hacia los médanos.

Pegar la vuelta no es una opción, lo desanima el tiempo que lleva de caminata. Cariló tiene que estar más cerca, llego y me pido un taxi, piensa. “Antes me como unas medialunas… y un bife de chorizo con papas fritas”, rie por su ocurrencia. Otra mueca deforme.

“Esto no puede ser”, se angustia. El sol no se mueve, camina y camina y no llega a ningún lado. Ya se siente débil, sediento, hambriento, achicharrado. El sol pega fuerte. Y el es un boludo que salió a caminar 20km en camisa, jean y zapatos.

“¿Querés que te lleve de vuelta?”, dice la voz del niño. Está diez metros detrás suyo. Parece de 17 años, pero es sin dudas el mismo niño. “¿Cómo puede alguien perderse en un camino tan fácil?”, repite la pregunta retórica.

“Por favor, llevame”, le pide suplicante. “Vení por acá”, dice el niño. Y se dirige hacia los médanos.

El sol empieza a moverse, entran en un laberinto de arena, enorme e indescifrable. “Si te dejo acá te morís solo como un perro, ¿no?”, le dice el niño, “nadie te va a llorar, ni te va a venir a abuscar”, sentencia. Un escalofrío lo atraviesa. Pero no porque la frase le haya dado miedo ni haya sonado amenazante, sino por lo brutalmente cierta.

La brisa de la tarde empieza a reconfortarlo, el sol ya casi se esconde, los médanos parecen amistosos. El niño, que ya es casi un hombrecito, saca una botella de agua de la mochila y le convida. Traga felicidad en cada sorbo.

Ya es noche cerrada pero el guía avanza con paso firme y tranquilo. “Ya falta poco”, le dice. El se siente bien, recuperado, reconfortado, lúcido. Se siente bien. Camina tranquilo, siguiendo los pasos del jóven. No ve mucho más allá de la espalda que tiene delante, pero no siente miedo, ni ansiedad, ni incertidumbre. Ni apuro por llegar. Está tranquilo.

En el medio de montaña de arena parece abrirse un camino, giran como incrustándose en el médano y luego de caminar 50 metros entre paredes móviles el niño le dice “Es allá, llegamos. Yo sigo para otro lado. Chau”.

Le agradece, lo abraza y camina los veinte metros más para aparecer en el balneario Neptuno. Solo frente al mar. Parece que está por amanecer. Un tono naranja empieza a aparecer en el horizonte. Saca su teléfono del bolsillo, ahora está encendido. Tiene la batería a tope pero la fecha y la hora están desconfiguradas.

El sol asoma su lomo. Él rebusca en su memoria y no le cuesta encontrar el número de teléfono que necesita. Marca tembloroso y mientras el teléfono llama se concentra en la hermosura del amanecer para no tirar el teléfono, para no huir, para no tirarse al mar.

“¿Quién es?”, suena una voz anciana y dormida.

“Soy yo, mami, perdoname”, alcanza a decir antes de estallar en llanto.