la verba salvaje

de Otto Wald

Son otros los locos

El humor del suicida

Se sentó una vez más y escribió.

«No espero que me entiendan. Ojalá alguna vez me perdonen. No quiero que me entiendan. Si me entienden es que están pasando por lo mismo que yo. Y eso no se lo deseo a nadie.

Nadie se mata por una razón puntual. El suicidio es una enfermedad terminal. Cuando el bicho se te mete en la cabeza ya estás muerto. Muerto bien muerto. Aunque no parezca.

No hay razones para matarse.

Pero tampoco hay razones para vivir. Yo ya estoy muerto. Sólo necesito firmar mi certificado de defunción.

Ojalá no me estén entendiendo. Los quiero tanto. Perdonenmé.»

Releyó la carta póstuma que quería dejar. No le gustó. Era la tercera que intentaba. Ninguna lo había conformado. Quería tranquilizar, no lastimar, dejar un recuerdo bonito. Quería que lo lloraran con tristeza y alegría. Quería que el trauma durara poco. Que nadie se sintiera responsable. El sabía que no había nada que hacer. Lo suyo era irremediable.

Le dolía mucho el dolor que dejaría. Quería mitigarlo en su carta, pero no encontraba la manera. Era imposible que no duela. Pero si seguía viviendo también iba a provocar dolor. Volvió al teclado.

Le había gustado eso de «el suicidio es una enfermedad terminal». Era gracioso. Pero el humor no cabía en el texto. ¿O si? Él solía ser gracioso cuando el bicho no estaba en su cabeza. Tenía un humor rabioso, punzante. El suicidio es una enfermedad terminal. Así era él.

«No espero que me entiendan. Espero que no me entiendan. Ojalá me perdonen. Recuerden lo bueno. Los amo, los adoro, lamento tanto no poder lidiar con la vida. Su cariño, su amor, sus esfuerzos me dieron algo más de tiempo, pero nada podía evitar este final.»

Cuarta versión. Concisa, concreta. Poco emotiva. No le cerraba tampoco. Pero era la versión que quedaría si no lograba mejorarla. Se relajó. Ya tenía algo.

Iba a dedicar la tarde a planificar el suicidio. Nunca pensó que fuera tan complicado matarse. Sin que duela y sin joder a nadie. No era fácil. Al menos para él.

No tenía armas, no sabía dónde conseguir pastillas, dónde contratar un sicario. Su vida había transcurrido bien lejos de la muerte. Ahora que quería plantarle cara se le hacía cuesta arriba. Quería irse a dormir y no despertarse más. Pero eso no era tan fácil. «¡Tanta gente se suicida! No puede ser tan complicado...», pensaba. Pero no terminaba de encontrar el modo.

Tenía tiempo. Había fijado la fecha de su muerte dentro de noventa días. El diecinueve de septiembre. Un fecha insulsa. Una fecha neutra. Lejos de los cumpleaños, de los aniversarios, lejos de fechas importantes. Un poco cerca de la primavera. La primavera era una cagada. Qué se joda la primavera.

Además era cuando caían los noventa días. Y él había fijado noventa días y los iba a respetar. Era meticuloso para algunas cosas. No sabía por qué había fijado un plazo y tampoco se lo preguntaba. Tampoco había hecho una lista de cosas para hacer antes de morir. No podía hacer esa lista. Nada le importaba. Nada le interesaba. Estaba vacío. Estaba muerto. Pero había fijado ese plazo. Tal vez para organizarse. Tal vez por miedo. Tal vez porque en el fondo quería que alguien o algo lo rescatase.

Tenía noventa días, una carta por escribir, un método efectivo para morir que aún no encontraba…

«Los odio. Hijos de puta. No me ayudaron y no me quedó otra que matarme. Son una mierda. Me soltaron la mano cuando más los necesité. Vos, especialmente vos. Ojalá vivan muchos años y que cada día se acuerden de que por su culpa me maté, y lloren y sufran. Putos.»

Releyó y se cagó de risa. Esas bromas no se hacen, pensó. Borró inmediatamente lo que había escrito, no sea cosa de que alguien lo lea y se lo vaya a creer.