Siempre se sintió atraído por las historias sórdidas. Finales trágicos, vidas decadentes, ambientes oscuros. Carver y Bukowski eran papá y mamá, no respectivamente. Igual con las películas. Perdedores, locos, amores frustrados, vidas arruinadas sin sentido, vidas sin sentido. Eso lo imantaba.
Empezó a preocuparse. Poco a poco su vida se iba transformando en una de esas historias. Algo tenía que hacer para escapar de su destino.
Se le ocurrió que para exorcizar los demonios debía escribir. «Voy a canalizar esta atracción a través de mis textos en lugar de hacerlo a través de mi cuerpo, mi mente y mi alma», pensó con mucho tino. «¡Bravo!», gritaba Freud desde la tumba.
Los dedos recorrían frenéticos el teclado. Hurgaban palabras, taladraban párrafos y extraían oro. Pero era oro falso. Solo salían historias de amor. Finales felices. Fábulas amorosas.
No podía parar de escribir. Una tras otra, historias hermosas. Escribía y escribía.
Mientras dos mujeres cuyos nombres no recordaba lo esperaban en la cama. Una botella de whisky en su escritorio lo miraba a punto de agotarse. Y ya estaba lista la reemplazante para abrirse.
El humo dulce del cigarrillo saludaba la madrugada. Las pastillas ya se habían ido y el dealer no iba a reponer porque la deuda era grande. La billetera solo era un portadocumentos. Hacía dos días que no comía. Su esposa había llamado a la policía. No vivieron felices ni comieron perdices.