El andarivel cinco estaba vacío. La primera buena noticia del día, o de la semana. Después del susto de creer que se había olvidado las antiparras, ver su andarivel favorito vacío fue un pequeño remanso. Demasiado pequeño.
José entró al natatorio lleno de bronca contenida. Odiando las palabras que no había dicho. Las que se le ocurrieron demasiado tarde. Las que no se animó a decir. Quería odiar a los que odiaba, pero solo lograba odiarse a si mismo. Por boludo y por cagón.
La pileta parecía un templo. La diosa agua lo esperaba para aplacar su ira, como cada semana. Era un practicante devoto. El aire caliente, la bruma suave, los cuerpos inconexos siguiendo una liturgia misteriosa, promovían el misticismo húmedo.
José necesitaba ayuda divina. Hoy más que nunca. Hoy quería nadar hasta desaparecer. Zambullirse en la placenta y flotar hasta salir del mundo. Se calzó las antiparras, que se empañaron en el acto, y saltó al agua. Tibio elixir para su tormento.
Los movimientos eran descoordinados y torpes. Las brazadas se mezclaban con puteadas. La patada se trababa en bronca. La vuelta americana era solo un remolino que lo dejaba, tarde o temprano, en el mismo lugar. Cada vez que sacaba la cabeza para respirar sentía que en lugar de aire tragaba arena. Áspera, seca y rencorosa.
Seguir adelante, solo le quedaba seguir adelante. Seguir nadando. Nadar hasta llegar a la nada. Hasta vaciar su mente. Hasta vaciarse de odio. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer, y poco a poco se fue concentrando en sus movimientos.
Cinco piletas más tarde, el agua bendita empezaba a hacer efecto. Sentía a su brazo derecho entrar punzante y lejos en el agua. Mientras la palma de su brazo izquierdo era pala de remo y empujaba. El codo salía limpio y apuntaba al cielo, atravesando el techo. Entre brazadas, su cuerpo pesado de tristeza se deslizaba sobre el agua. El movimiento que mas le había costado aprender y el que mas satisfacciones le daba. Deslizar sobre el agua. Meter fuerte la brazada y deslizar. Contraer y soltar. Deslizar. En el agua (¿y en la vida?) menos es mas, pensó. Se distrajo por un segundo y volvió a enfocarse en sus dedos apretados que querían ser aletas.
La patada se hizo rítmica. Dejó de patear pensamientos y se fue haciendo máquina. Las máquinas tienen suerte, volvió a pensar pero rápidamente mató la cadena de ideas. Pensar no era lo que necesitaba.
Se convirtió en música. Tres patadas, una brazada, deslizar. tum tum tum tam, volar. tum tum tum tam, volar. No se preocupaba en contar cuántas piletas iba, hoy no entrenaba. Hoy rezaba. Tampoco le interesaba cuánto tiempo había pasado. Ya había pasado bastante. Se lo había preguntado al comienzo de la misa. Pero ya no, ya no le importaba. Iba a nadar el tiempo necesario para irse de este mundo. Nadar hasta llegar a la nada.
tum tum tum tam, volar. La vuelta americana ya era fluida. El era un continuo, era una canción que nadaba. Era una máquina bien calibrada. Una máquina sólida, con una sola función y sin ninguna misión. Sin pensamiento, sin sufrimiento. Nadaba y nadaba, en su andarivel cinco. Solo como un pistón.
Una vuelta más, tum tum tum tam, volar. Cerró los ojos. Ahora cada bocanada de aire que tomaba era un manantial, era pureza llenándolo. tum tum tum tam, volar. Llegó por última vez al borde. Supo que había terminado por hoy. Sacó la cabeza, las antiparras empañadas no le pemitieron a sus ojos notar la diferencia entre el abajo y el afuera del agua. Tomó aire. Se sacó las antiparras y el mundo seguía siendo neblinoso. Estaba en paz. Había llegado.
El andarivel cinco se pobló. Estaba lleno de gente intentando traer a José de nuevo a su infierno.