Te despertás sin entender nada. Sin saber qué hora es. Qué día es. Qué año es. No te acordás por qué no hay nadie en casa. Pero eso no te preocupa. En el fondo sabés que no es grave. Por algo que no es grave no hay nadie en casa.
Te sentís como si te hubieran apaleado. Pero sabés que nadie te apaleó. «¿Qué pasó anoche?», empezás a preguntarte.
Te mirás en el espejo del baño. Pero no sos vos. Sos vos pero no sos vos. Hay algo diferente en tu cara. Sos vos pero diferente. No llegás a entender por qué. No notás la diferencia de lo diferente. Te mirás, intentás saber por qué vos no sos vos. «¿Qué pasó anoche?», te volvés a preguntar.
Te esforzás por recordar. «¿Dónde están todos?». Se fueron de viaje. «¿Y yo por qué no fui?». Por la fiesta. Las fichas empiezan a caer.
La fiesta. Eso pasó anoche. «Y por qué mi cara no es mi cara? Por la fiesta.
Hace como una semana habías dicho que sí, que ibas a ir a la fiesta. Y esa fue la excusa para no ir al viaje. Habías dicho que sí para no ir al viaje. No querías ir al viaje. Pero tampoco querías ir a la fiesta. Pero habías dicho que sí y fuiste. Te subiste al ciento sesenta y ocho y ya en el viaje de ida ibas pensando «qué fiaca la vuelta».
Habías dicho que sí a la fiesta para no ir al viaje pero ahora yendo a la fiesta preferirías estar diciendo que no, no puedo ir a la fiesta porque tengo un viaje. Pero ya estás en el colectivo. Rumbo a la fiesta. Nunca te gustaron las fiestas donde no conocés a la gente.
Entrás al «salón», por llamarlo de alguna manera. Mucha gente rara. «Qué gente rara», pensás. Gente que brilla rara en la oscuridad premeditada. Lo más raro del lugar sos vos, que sos tan normal que desentonás. Pero eso no lo pensás.
Tenés un vaso en la mano. Te preguntás cómo llegó el vaso a tu mano mientras decidís tomarlo sin pensarlo. No sabés qué es. Sabés que tiene alcohol, te lo dice tu nariz arrugada y tu garganta a fuego con el primer sorbo. «Una noche es una noche», te vas convenciendo y de a poco vas tomando todo el quiensabequé.
Empezás a hablar con todos. Creés que decís cosas geniales pero sabés que estás diciendo boludeces. No podés evitarlo, igual nadie nota la diferencia entre unas y otras.
Y los vasos siguen apareciendo en tu mano. Y tu garganta ya no se queja del ardor. Y perdés la cuenta de los tragos. A vos que te encanta llevar la cuenta de todo. Y tenés un cigarrillo dulzón en la mano. Y aspirás y tosés. Y alguién se apiada de tu torpeza y te indica como se hace. Y aspirás y tosés. Y la boca se te pone dulce. Y te dicen que pases el cigarrillo. «¡Como el mate!», pensás vos. Pero parece que lo dijiste porque todos se ríen.
Te mojás la cara en el espejo de tu baño para ver si tu cara vuelve a ser tu cara. Pero no. Sigue siendo tu cara sin ser tu cara. La preocupación empieza a aparecer en tus ojos. «¿Qué pasó anoche?», te preguntás mientras notás esquirlas de sabor dulce en tu boca y acidez en tu estómago.
En la oscuridad de la fiesta tenés una pastilla en una mano y un vaso en la otra. Hacés lo que hacés siempre que tenés una pastilla en la mano y un vaso en la otra. Te tomás la pastilla y apenas lo hacés te preguntás qué estarás tomando. Pero enseguida se te olvida la pregunta y no te importa la respuesta.
Te das cuenta de que hay música en la fiesta. Habías notado la oscuridad, la gente rara, los vasos que aparecían en tu mano, que había cigarrillos dulzones que rulaban como si fueran un mate, que te tomaste una pastilla de algo, pero no habías notado que había música. Ahora notás la música.
Te gustaría saber cuánto tomaste, cuánto fumaste, pastillas sabías que había sido una, ¿o fueron más? Te gustaría saber qué hora es, a qué hora habías llegado, cuánta gente había. Pero no podías. No podías contar. Notabas la música.
Notabas la música que no era música. Parecía música pero era otra cosa. Algo que nunca habías escuchado, que nunca habías sentido. Era magia. Era magia negra. Magia negra recorriendo la oscuridad. Magia negra rodeando tu cuerpo, entrando en tu cuerpo, recorriendo tu cuerpo. Descubriendo tu cuerpo. Música negra en partes de tu cuerpo que no sabías que existían. Magia música que no entendías pero sentías.
Empezás a bailar al ritmo de la magia negra. El espacio se vuelve irreal. La gente desaparece. Alrededor no hay nada.
Bailás como nunca. Nunca bailás, pero ahora sí. Como nunca. Como bailan los que criticás cuando no bailás. El resto no está, no existe, pero mira. Miran y ¿bailan, se ríen, aplauden? No registrás.
Tu cara deja de ser tu cara. Tu cara está brillante, plena, despreocupada, desconectada, alegre, desatada, inconsciente, irreverente. ¿Feliz?
La negra magia te invade por completo. Y te empezás a sacar la ropa. Tus ojos frente a tu espejo se abren grandes como la resaca. Intuís qué pasó anoche. Te desabrochás uno a uno los botones de la camisa. Se van las zapatillas, el pantalón. Se va la camisa y la ropa interior. Se va el reloj. Se va tu vieja cara.
Alrededor tuyo están todos. Vos estás en la nada pero alrededor tuyo están todos. Dejan de mirar y se empiezan a sumar. Hombres y mujeres se te acercan. Hombres y mujeres. Sí, hombres y mujeres. Estás en tu casa mirando en el espejo que tu cara no es tu cara y en la fiesta se te acercan hombre y mujeres. Ya te estás preocupando, ya sabés lo que pasó anoche.
Te acarician gentiles y atentos. Atentas y gentiles. Y cariñosos. Y cariñosas. ¿Cuántos eran? Siempre te importa la cantidad. ¿Cuántas? Recorren tu cuerpo. Con sus manos. Con sus bocas. Se sacan la ropa. Cuerpos contra cuerpos. Hombres y mujeres. Ya sabés perfectamente lo que pasó anoche.
Ya te acordás de todo. Por que no hay nadie en casa. Por que fuiste a la fiesta. Por que tu cara no es tu cara.
Te mirás en el espejo y pensás: «¿y ahora qué hago?». Tenés todo el fin de semana para olvidar. Te relajás, tu cara empieza a volver.