Se jugaba el clásico de Avellaneda. En su propia cancha Independiente podía irse al descenso por primera vez en su historia. Racing navegaba en la mitad de la tabla como casi siempre pero si hundía a su archirrival el año, el lustro, la década y hasta el siglo estarían salvados.
Carlos y Martín eran amigos de toda la vida y fanáticos de Racing. Primaria, secundaria y universidad, juntos. En aquellas épocas iban a la cancha, pero la dejaron por un LED de 42, con pausa y repetición a voluntad. Trabajaban juntos también, eran socios. Se casaron por la misma época y tenían dos hijas cada uno, de edades similares.
En casa de Carlos estaba todo listo. Cerveza, picada, sillones. Hijas y esposas, fuera.
El programa era ideal. Juliana se había llevado a las nenas a lo de Martín y Carla. Ahí estaba todo preparado para que las chicas no molestaran, al cuidado de personal importado de países limítrofes y entretenidas por tecnología de punta. Así las abnegadas amas de casa de barrio cerrado podían conversar de las cuestiones profundas de la existencia a gusto y placer. Los hombres podían embrutecerse con alcohol y disfrutar del circo sin sentido. Y las niñas, alejadas de las miradas de sus padres, podían acumular futuras sesiones de terapia. Todos contentos.
El primer tiempo resultó ser un auténtico embole. Cero a cero en el marcador. Cuatro a tres ganaba Carlos en cervezas. En el entretiempo hablan de negocios en común y de lo chifladas que están sus mujeres. Lo típico. Al sonar la publicidad oficial, al unísono putean al Gobierno y se quejan de la situación del país. Acto seguido hablan de cambiar la camioneta nueva. Está por empezar el segundo tiempo.
—Ojalá que no sea tan plomo como el primero —dice Martín.
—Hay que hacer un gol. Hay que romperles el orto. Así mandamos a la B a estos putos —reflexiona Carlos.
—Son como monos cuando miran fútbol —dice Juliana.
—Ellos panchos en tu casa y nosotras acá esclavizadas con las nenas —se queja Carla, mientras se pregunta que estarán haciendo sus hijas pero no hace nada para despejar la duda.
Los maridos son el tema de conversación. Que nunca están en casa. Que son tacaños. Que son brutos, egoístas, maleducados. Que antes no eran así. Eran divertidos. Galantes. Se preocupaban por sus orgasmos. Que el country es una mierda, pero la inseguridad... En definitiva, repiten una vez más la misma conversación que tienen cada vez que juega Racing. Pero esta vez hay algo más. Se nota en la cara de Juliana.
A los cinco minutos del segundo tiempo hay gol de Independiente. Puteadas abundantes. Empatan en cuatro cervezas cada uno. "Hace calor", dice Martín, "pasame otra birra". Sería el cinco a cuatro, lo está por dar vuelta.
Carlos le da la lata y le sostiene la mirada. No la suelta. Martín lo mira como diciendo "qué hacés boludo". Carlos le propone tener sexo.
Explica los pormenores del encuentro: yo te rompo el culo a vos y vos a mí. El universo se mantiene en equilibrio. Explica las razones de la propuesta y por qué no considera de maricones lo que quiere hacer. Los argumentos son tan estúpidos como convincentes, cuando hay buena voluntad.
Martín duda. Sabe que Carlos siempre lo convence. Él nunca decide nada. Su mujer, su mamá y su socio deciden por él. Pero no en ese orden, se quejaría Carla. Está harto de ser un monigote. Harto de ser un esclavo. Por primera vez en la vida está dispuesto a tomar una decisión. Pero no sabe cual.
Piensa que su amigo se volvió loco. Piensa que su mujer lo va a encontrar con el culo abierto. Y que aunque no lo encuentre in fraganti se va a dar cuenta. Piensa que su mamá lo va a mirar a los ojos y se va a dar cuenta. Que su papá lo va a cagar a trompadas. Siempre le tuvo miedo a su papá. Y a que lo caguen a trompadas. Piensa que le va a doler.
—A mí me parece que Carlos me mete los cuernos —dice Juliana.
Y continúa. Muchas veces le metió los cuernos, lo sabe. Pero no le importa. Que vuelva mansito a casa. Que no la joda. Que la babeé a la otra. Eso es lo de menos. Es lo normal. El problema ahora es que lo nota raro. Esta vez es diferente y no entiende por qué. No cree que se haya enamorado de la otra. No es tan boludo para eso, pero hay algo que no termina de entender. "¿No te parece? ¿Cómo lo ves a Martín?", le dice a su amiga y la saca del trance.
—Martín es un salame. Siempre hace lo que dice tu marido. Si Carlos está raro, Martín está raro. Y sí, últimamente está medio raro —ratifica Carla.
—Abrí el culo, no seas puto —ordena Carlos.
El sexo es torpe, pero decidido. No se molestaron en ir al cuarto para poder seguir el partido y no alejarse mucho de las cervezas.
—Apurate que tenemos que ir a buscar a las locas —suplica Martín. No sabe qué hacer ni qué decir. Y le salió decir esa tremenda boludez, entre murmullos de alaridos reprimidos.
Gol de Racing. El grito de Martín se confunde con el jadeo doloroso de la penetración. Carlos ni se da cuenta. Acaba, se limpia y ocupa mansamente el lugar que le toca.
Martín cumple con su parte. Lo penetra con fuerza y ternura. Carlos se la aguanta. "Como un macho", piensa. Faltando cinco minutos para que termine el partido, Martín descarga adentro de su socio y amigo.
Hay gol de Racing, éxtasis sobre éxtasis.
Mientras se preparan para ir a buscar a sus familias se dan un abrazo simulando que festejan el descenso de Independiente. Martín le busca la boca a Carlos.
"Boluda, hay que hacer algo", dice Juliana. Tal vez haya que concederles algo más de sexo en casa, se pregunta. No le preocupa el amor ni la familia. Sino el qué dirán y la camioneta. Está enojada. Enojada por estar en esta situación. Por sentirse insegura por saber que se quedó sin armas, pero sin saber por qué.
—¡Organicemos un viaje los cuatro juntos! Y los reconquistamos —sugiere Carla. Carla siempre fue la boba del grupo.
Llegan los hombres. "¡Hola mi amor! ¡Le rompimos el orto a esos putos!", saluda Carlos con una sonrisa nueva.